Hospital de Maternidad de Puerto Príncipe, Haití.
Esta mujer que acaba de parir abandona la camilla en la que ha dado a luz para dejar su sitio a otra parturienta. Las plazas son contadas, y hay que darse prisa en parir. Se incorpora casi doblada por los dolores de posparto. Una lágrima se desliza hasta casi rebasar el labio. La mujer no llora de emoción ni por ninguna otra cursilería que inventemos. Llora de dolor físico, del inmenso esfuerzo que debe hacer para ponerse en pie y salir del paritorio con el cuerpo aún quebrado por el parto. Su callado dolor se acompasa con la estoica tranquilidad con que las demás parturientas esperan a dar a luz en un decorado que no es precisamente de ensueño: papeleras a rebosar de paños y compresas, descascarilladas pértigas para el suero. No hay sábanas, sino una pañoleta doblada que apenas abarca las posaderas. Y el aire acondicionado es esa ventana entreabierta al tórrido calor del trópico.
Pero esta imagen es más que una denuncia de las sangrantes desigualdades de este mundo. Esa mujer partida de dolor y con las carnes abiertas irá caminando a casa, sin más anestesia que las lágrimas que le resbalan sobre el labio. Y como la cosa más natural del mundo, se dirá que ya ha pasado. Que ha sido un parto como cualquier otro. Hay mucho que cambiar, mucho por lo que luchar en lugares como Haití. Pero hay también mucho que aprender de mujeres como éstas. Es necesaria la lucha contra la injusticia. Estas madres tienen derecho a parir en una clínica como Dios manda. Pero hay también mucha grandeza en el estoicismo con que hacen frente al irremisible dolor con que llega la vida y que nos acompañará para el resto de nuestros días.
Nuestra civilización del bienestar gusta de soñar con el espejismo de un mundo sin dolor. Una peligrosa ilusión. Ni el dinero ni el poder ni una magnífica programación de televisión nos van a librar del dolor con que nos sorprende tantas veces la vida. En eso nos aventajan estas mujeres. Ellas saben que el dolor existe, y que no hay que asustarse de que así sea. No dejarán de parir, de caminar aunque el cuerpo se doble, de crear una familia, de ver crecer a sus hijos, de amar y de morir, por más que duela.
(Esta fotografía ha sido premiada con el premio Pulitzer 2009).
Pero esta imagen es más que una denuncia de las sangrantes desigualdades de este mundo. Esa mujer partida de dolor y con las carnes abiertas irá caminando a casa, sin más anestesia que las lágrimas que le resbalan sobre el labio. Y como la cosa más natural del mundo, se dirá que ya ha pasado. Que ha sido un parto como cualquier otro. Hay mucho que cambiar, mucho por lo que luchar en lugares como Haití. Pero hay también mucho que aprender de mujeres como éstas. Es necesaria la lucha contra la injusticia. Estas madres tienen derecho a parir en una clínica como Dios manda. Pero hay también mucha grandeza en el estoicismo con que hacen frente al irremisible dolor con que llega la vida y que nos acompañará para el resto de nuestros días.
Nuestra civilización del bienestar gusta de soñar con el espejismo de un mundo sin dolor. Una peligrosa ilusión. Ni el dinero ni el poder ni una magnífica programación de televisión nos van a librar del dolor con que nos sorprende tantas veces la vida. En eso nos aventajan estas mujeres. Ellas saben que el dolor existe, y que no hay que asustarse de que así sea. No dejarán de parir, de caminar aunque el cuerpo se doble, de crear una familia, de ver crecer a sus hijos, de amar y de morir, por más que duela.
(Esta fotografía ha sido premiada con el premio Pulitzer 2009).
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