Israel y el crimen que no cesa
Por: Freddy Melo
La nueva acción genocida que acaba de cometer el gobierno sionista ante la estupefacción, el horror y la condena del planeta, y la monstruosa arrogancia con que, sabiéndose impune, la justifica y se declara dispuesto a repetirla, torna inútiles las palabras, pues no hay adjetivos para calificarla. Me limitaré ahora a reproducir algunos párrafos de artículos que he dedicado al tema, presentando debidas excusas a quienes los hayan leído. Suenan como si hubiesen sido escritos hoy.
Los sionistas de Israel, que en acto, sin igual en la historia, de entrega psicológica al enemigo asumieron el nazismo, descargan su odio, vesania y letalidad contra el acosado pueblo de Palestina casi las veinticuatro horas de casi cada día de casi todos los años de un conflicto creado por imposición y abuso de fuerza, basados en el apoyo imperialista, la complicidad vergonzosa de los subimperios y el miedo de buena parte del mundo, que no se atreve a la protesta. Europa recela porque hace sesenta y tantos años los nazis asesinaron a millones de judíos –y también de rusos y de muchos otros pueblos, creencias y religiones que no se “victimizaron” a sí mismos– y tiene complejo de culpa. Los demás temen que se les acuse de antisemitas. Y el imperio yanqui utiliza a esa especie de minirréplica superarmada como su perro de presa en el Medio Oriente, y es a su vez utilizado por el sionismo, ligado a la quintaesencia del poder imperial, para su propósito de fondo. Los sionistas quieren para sí el territorio palestino completo –casi todos sus líderes lo han proclamado– y desencadenan su transfiguración nazi con ese fin. Por un soldado capturado en acción de guerra, tras reiteradas provocaciones mortales, lanzan su descomunal maquinaria destructiva contra el pueblo de Gaza y quieren que ese pueblo no se defienda y acepte la muerte pasivamente, como los judíos de hace más de seis décadas frente a los nazis. No se perdonan a sí mismos esa debilidad o impotencia histórica y se la pretenden endosar al pueblo al que desean destruir y despojar, usando su inmensa superioridad material alimentada por los yanquis, y su cieno espiritual de odio, racismo e inhumanidad.
El sionismo es en realidad expresión de la extrema derecha judía ultrarreaccionaria y proimperialista, pero aprovechando aquella actitud cómplice y temerosa ha conseguido imponer una visión unívoca, la de que une en sí religión, nacionalidad, política y Estado de Israel. Algo como eso ha sido desiderátum de todos los fascismos y es lo que explica el grado abrumador de intolerancia, insensibilidad ante la muerte masiva, rechazo a todo derecho ajeno y colocación del interés propio sobre cualquier consideración moral o ética. Esa mistificación debe ser despejada: una cosa es el pueblo, en este caso el judío, y otra el poder dominante erigido en su seno, tal como ocurre en todas las demás sociedades de clases.
Lanzados contra el Líbano como respuesta a la captura de unos soldados por Hizbolá, la desproporción inhumana de la violencia empleada, la indiferencia absoluta ante la muerte de inocentes civiles, el inaudito nivel de racismo, la declaración del primer ministro de que “no habrá piedad”, las niñas inscribiendo “mensajes” sobre cabezas de misiles, son manifestaciones capaces de pasmar y suscitar asombro, aun cuando seamos contemporáneos de George Bush (el señor Obama sólo se ha diferenciado hasta hoy por la sonrisa, que ya está empezando a desaparecer) y contemplemos el atroz renacer de hechos como los que simbolizaron las esvásticas.
La indignación con que los pueblos del mundo y los gobiernos decentes están reaccionando frente a la nueva escalada genocida del Estado israelí, indica una ascendente toma de conciencia en torno a uno de los problemas de nuestro tiempo que comprometen más la condición humana. La vesania asesina, impertérrita ante el clamor generalizado, prosigue día a día atacando a una población inerme o forzosamente mal armada. Pero la condena será crecientemente universal y la entente sionista-imperialista tendrá cada vez mayores dificultades, pese a la impotencia cobarde y en buena medida celestinesca de la ONU (frente al crimen actual, que añade a todos los demás atributos perversos el de la piratería, no sabe qué diablos ha pasado y adopta la disposición de “investigar”, batiendo cualquier récord de caradurismo) y la consiguiente inefectividad del derecho internacional ante los poderosos (Washington, que lo viola todo, tal vez confronta una situación de hecho cumplido, pero está dispuesto a no pasar de “lamentarla”, y seguirá cabroneando a su perro de presa).
Los descendientes del martirio de los campos de concentración y las cámaras de gas, transfigurados en su versión sionista como neonazis, se proponen, como he dicho, hacer totalmente suyo el territorio que la ONU, contra todo derecho pues no era su propiedad, les concedió en 1948 y el sionismo asumió como “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”: el colmo del racismo, los palestinos no son pueblo, no existen. Los gobiernos israelíes, alternativamente manejados por “extremistas” o “moderados” que cocinan sobre el mismo fogón, han conseguido llevar adelante su política, arrancando tajos territoriales –entre ellos el que contiene a Belén, población tenida como lugar natal de Jesús–; acosando a unos enemigos que nada les hicieron; ganando, mediante el control casi absoluto de los medios de difusión internos, a la gran mayoría de sus propios ciudadanos; contando con el apoyo material, político y comunicacional del imperialismo yanqui; aprovechando el complejo de culpa de los europeos por los pogromos históricos y la pasividad ante el genocidio hitleriano, lo cual infunde a éstos el temor de ser tildados de antisemitas (sin parar mientes en que los árabes también son semitas y muchos sionistas no lo son), y, basados en esos antecedentes, sintiéndose autorizados, en calidad de víctimas de siempre, para toda clase de crímenes y fechorías. Es lo que Norman G. Finkelstein, hijo de sobrevivientes de Auschwitz y Majdanek, profesor universitario en Chicago, caracteriza así en su obra La industria del Holocausto: “El Holocausto ha demostrado ser un arma ideológica indispensable. Su despliegue ha permitido que una de las potencias militares más temibles del mundo, con un espantoso historial en el campo de los derechos humanos, se haya convertido a sí misma en Estado ‘víctima’, y que el grupo étnico más poderoso de los EE.UU. también haya adquirido el estatus de víctima. Esta engañosa victimización produce considerables dividendos; en concreto, la inmunidad a la crítica, aun cuando esté más que justificada”.
La única salida a este drama desgarrador es la aceptación de la existencia y convivencia pacífica de ambos pueblos en un Estado binacional, solución de máxima profundidad histórica, o en dos Estados respetuosos del derecho internacional. Pero cada vez que hay algún acercamiento en esa dirección, el sionismo se las arregla para torpedearlo. No admite ninguna forma de autodeterminación palestina y por eso niega a Hamas el derecho a gobernar obtenido en elecciones. Lo provoca hasta conseguir de éste una respuesta desesperada. Entonces agrede con toda su capacidad de terrorismo estatal, pero lo hace en condición de víctima, pues el terrorista es el otro. Como dijo el escritor y filósofo Yeshayahu Leibowith, “Israel ha dejado de ser un Estado del pueblo judío y se ha convertido en un aparato de gobierno coercitivo de los judíos sobre otro pueblo (…) No es actualmente una democracia ni un Estado que respete la ley”. Y Yitzhak Laor, poeta y novelista: “Los niños palestinos viven en el miedo y la desesperación (…) La sociedad palestina está desintegrándose, y la opinión pública en Occidente culpa a las víctimas, siempre la manera más fácil de enfrentar el horror. Lo sé: mi padre era un judío alemán”.
He citado tres personalidades judías, lo que indica que en el fondo de ese pueblo hay una reserva moral en lucha por la racionalidad y la decencia. Muchos otros, incluyendo ex militares que han reaccionado con dignidad, están en esa brecha. Y ahora mismo es probable la presencia, como en ocasiones anteriores, de manifestantes protestando en las calles de Tel Aviv, ocultos bajo la hermética censura. Todos ellos claman por “una sociedad libre del militarismo, la opresión y la explotación de otros pueblos”. Junto a la irreductible combatividad de los palestinos, esas voces componen la materia prima de la esperanza y de la paz, cuyo camino único es el de la justicia, como según la escritura bíblica dejó dicho para todos los tiempos el presumiblemente nacido en Belén.
Por: Freddy Melo
La nueva acción genocida que acaba de cometer el gobierno sionista ante la estupefacción, el horror y la condena del planeta, y la monstruosa arrogancia con que, sabiéndose impune, la justifica y se declara dispuesto a repetirla, torna inútiles las palabras, pues no hay adjetivos para calificarla. Me limitaré ahora a reproducir algunos párrafos de artículos que he dedicado al tema, presentando debidas excusas a quienes los hayan leído. Suenan como si hubiesen sido escritos hoy.
Los sionistas de Israel, que en acto, sin igual en la historia, de entrega psicológica al enemigo asumieron el nazismo, descargan su odio, vesania y letalidad contra el acosado pueblo de Palestina casi las veinticuatro horas de casi cada día de casi todos los años de un conflicto creado por imposición y abuso de fuerza, basados en el apoyo imperialista, la complicidad vergonzosa de los subimperios y el miedo de buena parte del mundo, que no se atreve a la protesta. Europa recela porque hace sesenta y tantos años los nazis asesinaron a millones de judíos –y también de rusos y de muchos otros pueblos, creencias y religiones que no se “victimizaron” a sí mismos– y tiene complejo de culpa. Los demás temen que se les acuse de antisemitas. Y el imperio yanqui utiliza a esa especie de minirréplica superarmada como su perro de presa en el Medio Oriente, y es a su vez utilizado por el sionismo, ligado a la quintaesencia del poder imperial, para su propósito de fondo. Los sionistas quieren para sí el territorio palestino completo –casi todos sus líderes lo han proclamado– y desencadenan su transfiguración nazi con ese fin. Por un soldado capturado en acción de guerra, tras reiteradas provocaciones mortales, lanzan su descomunal maquinaria destructiva contra el pueblo de Gaza y quieren que ese pueblo no se defienda y acepte la muerte pasivamente, como los judíos de hace más de seis décadas frente a los nazis. No se perdonan a sí mismos esa debilidad o impotencia histórica y se la pretenden endosar al pueblo al que desean destruir y despojar, usando su inmensa superioridad material alimentada por los yanquis, y su cieno espiritual de odio, racismo e inhumanidad.
El sionismo es en realidad expresión de la extrema derecha judía ultrarreaccionaria y proimperialista, pero aprovechando aquella actitud cómplice y temerosa ha conseguido imponer una visión unívoca, la de que une en sí religión, nacionalidad, política y Estado de Israel. Algo como eso ha sido desiderátum de todos los fascismos y es lo que explica el grado abrumador de intolerancia, insensibilidad ante la muerte masiva, rechazo a todo derecho ajeno y colocación del interés propio sobre cualquier consideración moral o ética. Esa mistificación debe ser despejada: una cosa es el pueblo, en este caso el judío, y otra el poder dominante erigido en su seno, tal como ocurre en todas las demás sociedades de clases.
Lanzados contra el Líbano como respuesta a la captura de unos soldados por Hizbolá, la desproporción inhumana de la violencia empleada, la indiferencia absoluta ante la muerte de inocentes civiles, el inaudito nivel de racismo, la declaración del primer ministro de que “no habrá piedad”, las niñas inscribiendo “mensajes” sobre cabezas de misiles, son manifestaciones capaces de pasmar y suscitar asombro, aun cuando seamos contemporáneos de George Bush (el señor Obama sólo se ha diferenciado hasta hoy por la sonrisa, que ya está empezando a desaparecer) y contemplemos el atroz renacer de hechos como los que simbolizaron las esvásticas.
La indignación con que los pueblos del mundo y los gobiernos decentes están reaccionando frente a la nueva escalada genocida del Estado israelí, indica una ascendente toma de conciencia en torno a uno de los problemas de nuestro tiempo que comprometen más la condición humana. La vesania asesina, impertérrita ante el clamor generalizado, prosigue día a día atacando a una población inerme o forzosamente mal armada. Pero la condena será crecientemente universal y la entente sionista-imperialista tendrá cada vez mayores dificultades, pese a la impotencia cobarde y en buena medida celestinesca de la ONU (frente al crimen actual, que añade a todos los demás atributos perversos el de la piratería, no sabe qué diablos ha pasado y adopta la disposición de “investigar”, batiendo cualquier récord de caradurismo) y la consiguiente inefectividad del derecho internacional ante los poderosos (Washington, que lo viola todo, tal vez confronta una situación de hecho cumplido, pero está dispuesto a no pasar de “lamentarla”, y seguirá cabroneando a su perro de presa).
Los descendientes del martirio de los campos de concentración y las cámaras de gas, transfigurados en su versión sionista como neonazis, se proponen, como he dicho, hacer totalmente suyo el territorio que la ONU, contra todo derecho pues no era su propiedad, les concedió en 1948 y el sionismo asumió como “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”: el colmo del racismo, los palestinos no son pueblo, no existen. Los gobiernos israelíes, alternativamente manejados por “extremistas” o “moderados” que cocinan sobre el mismo fogón, han conseguido llevar adelante su política, arrancando tajos territoriales –entre ellos el que contiene a Belén, población tenida como lugar natal de Jesús–; acosando a unos enemigos que nada les hicieron; ganando, mediante el control casi absoluto de los medios de difusión internos, a la gran mayoría de sus propios ciudadanos; contando con el apoyo material, político y comunicacional del imperialismo yanqui; aprovechando el complejo de culpa de los europeos por los pogromos históricos y la pasividad ante el genocidio hitleriano, lo cual infunde a éstos el temor de ser tildados de antisemitas (sin parar mientes en que los árabes también son semitas y muchos sionistas no lo son), y, basados en esos antecedentes, sintiéndose autorizados, en calidad de víctimas de siempre, para toda clase de crímenes y fechorías. Es lo que Norman G. Finkelstein, hijo de sobrevivientes de Auschwitz y Majdanek, profesor universitario en Chicago, caracteriza así en su obra La industria del Holocausto: “El Holocausto ha demostrado ser un arma ideológica indispensable. Su despliegue ha permitido que una de las potencias militares más temibles del mundo, con un espantoso historial en el campo de los derechos humanos, se haya convertido a sí misma en Estado ‘víctima’, y que el grupo étnico más poderoso de los EE.UU. también haya adquirido el estatus de víctima. Esta engañosa victimización produce considerables dividendos; en concreto, la inmunidad a la crítica, aun cuando esté más que justificada”.
La única salida a este drama desgarrador es la aceptación de la existencia y convivencia pacífica de ambos pueblos en un Estado binacional, solución de máxima profundidad histórica, o en dos Estados respetuosos del derecho internacional. Pero cada vez que hay algún acercamiento en esa dirección, el sionismo se las arregla para torpedearlo. No admite ninguna forma de autodeterminación palestina y por eso niega a Hamas el derecho a gobernar obtenido en elecciones. Lo provoca hasta conseguir de éste una respuesta desesperada. Entonces agrede con toda su capacidad de terrorismo estatal, pero lo hace en condición de víctima, pues el terrorista es el otro. Como dijo el escritor y filósofo Yeshayahu Leibowith, “Israel ha dejado de ser un Estado del pueblo judío y se ha convertido en un aparato de gobierno coercitivo de los judíos sobre otro pueblo (…) No es actualmente una democracia ni un Estado que respete la ley”. Y Yitzhak Laor, poeta y novelista: “Los niños palestinos viven en el miedo y la desesperación (…) La sociedad palestina está desintegrándose, y la opinión pública en Occidente culpa a las víctimas, siempre la manera más fácil de enfrentar el horror. Lo sé: mi padre era un judío alemán”.
He citado tres personalidades judías, lo que indica que en el fondo de ese pueblo hay una reserva moral en lucha por la racionalidad y la decencia. Muchos otros, incluyendo ex militares que han reaccionado con dignidad, están en esa brecha. Y ahora mismo es probable la presencia, como en ocasiones anteriores, de manifestantes protestando en las calles de Tel Aviv, ocultos bajo la hermética censura. Todos ellos claman por “una sociedad libre del militarismo, la opresión y la explotación de otros pueblos”. Junto a la irreductible combatividad de los palestinos, esas voces componen la materia prima de la esperanza y de la paz, cuyo camino único es el de la justicia, como según la escritura bíblica dejó dicho para todos los tiempos el presumiblemente nacido en Belén.
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