Se abrieron las compuertas
Freddy J. Melo
Las estremecedoras escenas de guerra social en el nivel más primitivo, que a lo largo de los cinco días comenzados el 27 enlazaron en un nudo de sangre, dolor, desesperación, coraje, vileza y miedo los meses de febrero y marzo de 1989 (miedo y vileza de los factores dominantes, todo lo demás del pueblo sometido a masacre que todavía se debe), protagonizadas por muchedumbres espontáneas y, luego de asimilada la sorpresa, por la inconcebiblemente criminal represión de la protesta –criminal a despecho de la forma que ésta había tomado, y que hubiera podido resolverse con acción política--, resquebrajaron la estructura clasista de la sociedad venezolana e iniciaron la ruptura de la cuarta república. Nunca como entonces la famosa democracia de las clases dominantes quedó en olor de falsedad entre un vasto sector de los de abajo, e incluso, y con potencial trascendencia, entre miembros de los cuerpos armados, abriéndose el ascenso hacia un superior nivel de percepción. Cierto, los a la sazón restos de vanguardias revolucionarias lo sabían antes, pero jamás pudieron hacer luz en la conciencia colectiva. A partir de allí el terreno quedó listo para un cambio epocal –como lo bautizaría tiempo después Rafael Correa--, cuya campanada se daría el 4 de febrero de 1992, con el nacimiento del liderazgo de Hugo Chávez y la prefiguración de la Revolución Bolivariana.
El curso de las aspiraciones populares ha marchado en el país de frustración en frustración, como es de sobra conocido pero de cuya memoria no se puede prescindir. Corresponde ahora referirse a la última de tal secuencia –tercera en importancia, me parece, luego de las de la Independencia y la Federación--, la surgida del naufragio del 23 de enero de 1958, cuando aquella madrugada de impronta cívico-militar pareció alumbrar el alba de una nueva Venezuela. El combate contra la dictadura de Pérez Jiménez, fundamentalmente librado en la mitad final por el PCV y la izquierda acciondemocratista, había destacado aspiraciones nacional-revolucionarias no propicias a satisfacerse con modificaciones gatopardianas. Correspondía a un período durante el cual surgieron impactantes acontecimientos político-sociales: En nuestra América, la batalla del pueblo de Guatemala, encabezada por Jacobo Árbenz e iniciada por Juan José Arévalo, trenzada contra el consorcio imperialista United Fruit Company y el Departamento de Estado hasta que éste consiguió destruir al Gobierno, en 1954; y la revolución boliviana de 1952, nacida de los obreros de las minas, la cual antes de ser traicionada y vencida nacionalizó el estaño, inició una reforma agraria e instauró el voto universal y otras medidas democráticas. En Asia y África, las innumerables pujas que buscaban romper el cuadro colonial. En Irán, 1951, Mossadegh y la nacionalización del petróleo. En Indonesia, 1955, la Conferencia de Bandung, que fundó el movimiento de los No Alineados o de neutralismo activo y con proyecciones progresistas. En Egipto, 1956, Nasser y la nacionalización del canal de Suez, y con Siria, 1958, la creación de la República Árabe Unida. Al trasfondo de todo ello, la Unión Soviética y el llamado campo socialista, que brillaban como prestigiosa referencia de la posibilidad de transformar el mundo. Y en 1959, Cuba y la comprobación de cuán mezquino había sido el logro del 23 de enero.
Porque en lugar de un sistema de gobierno soberano, capaz de rescatar los recursos básicos y ponerlos al servicio de la transformación independiente del país; de implantar una reforma agraria encaminada a redimir al en principio mayoritario campesinado de rasgos semifeudales e incorporarlo a la dignidad del conocimiento y el trabajo productivo en condiciones solidarias; de mantener incólumes los cauces para la participación de las multitudes, con sus organizaciones obreras, estudiantiles y otras, que habían construido en la calle y en heroicas acciones la nueva situación; de no alinearse en la contienda internacional, pero sí prestar solidaridad a los pueblos en lucha, se estableció uno que fue todo lo contrario, antiobrero, anticampesino (aunque ocultándolo bajo efectismo y demagogia), puesto al servicio del bloque de poder histórico reciclado, gestor de capitalismo dependiente, peón pugnaz de Washington en la guerra fría, represivo hasta llegar a extremos que superaron las atrocidades de las dictaduras abiertas, corrupto hasta los tuétanos y, tras la progresiva extinción de lo que en principio manejó como visión estratégica, sumidor del país en una gris ausencia de esperanza y futuro. Mucha pelea hubo contra eso, y mucha sangre, sin poderse lograr la conexión con el pueblo. Hasta que el 27 de febrero se abrieron las compuertas.
Freddy J. Melo
Las estremecedoras escenas de guerra social en el nivel más primitivo, que a lo largo de los cinco días comenzados el 27 enlazaron en un nudo de sangre, dolor, desesperación, coraje, vileza y miedo los meses de febrero y marzo de 1989 (miedo y vileza de los factores dominantes, todo lo demás del pueblo sometido a masacre que todavía se debe), protagonizadas por muchedumbres espontáneas y, luego de asimilada la sorpresa, por la inconcebiblemente criminal represión de la protesta –criminal a despecho de la forma que ésta había tomado, y que hubiera podido resolverse con acción política--, resquebrajaron la estructura clasista de la sociedad venezolana e iniciaron la ruptura de la cuarta república. Nunca como entonces la famosa democracia de las clases dominantes quedó en olor de falsedad entre un vasto sector de los de abajo, e incluso, y con potencial trascendencia, entre miembros de los cuerpos armados, abriéndose el ascenso hacia un superior nivel de percepción. Cierto, los a la sazón restos de vanguardias revolucionarias lo sabían antes, pero jamás pudieron hacer luz en la conciencia colectiva. A partir de allí el terreno quedó listo para un cambio epocal –como lo bautizaría tiempo después Rafael Correa--, cuya campanada se daría el 4 de febrero de 1992, con el nacimiento del liderazgo de Hugo Chávez y la prefiguración de la Revolución Bolivariana.
El curso de las aspiraciones populares ha marchado en el país de frustración en frustración, como es de sobra conocido pero de cuya memoria no se puede prescindir. Corresponde ahora referirse a la última de tal secuencia –tercera en importancia, me parece, luego de las de la Independencia y la Federación--, la surgida del naufragio del 23 de enero de 1958, cuando aquella madrugada de impronta cívico-militar pareció alumbrar el alba de una nueva Venezuela. El combate contra la dictadura de Pérez Jiménez, fundamentalmente librado en la mitad final por el PCV y la izquierda acciondemocratista, había destacado aspiraciones nacional-revolucionarias no propicias a satisfacerse con modificaciones gatopardianas. Correspondía a un período durante el cual surgieron impactantes acontecimientos político-sociales: En nuestra América, la batalla del pueblo de Guatemala, encabezada por Jacobo Árbenz e iniciada por Juan José Arévalo, trenzada contra el consorcio imperialista United Fruit Company y el Departamento de Estado hasta que éste consiguió destruir al Gobierno, en 1954; y la revolución boliviana de 1952, nacida de los obreros de las minas, la cual antes de ser traicionada y vencida nacionalizó el estaño, inició una reforma agraria e instauró el voto universal y otras medidas democráticas. En Asia y África, las innumerables pujas que buscaban romper el cuadro colonial. En Irán, 1951, Mossadegh y la nacionalización del petróleo. En Indonesia, 1955, la Conferencia de Bandung, que fundó el movimiento de los No Alineados o de neutralismo activo y con proyecciones progresistas. En Egipto, 1956, Nasser y la nacionalización del canal de Suez, y con Siria, 1958, la creación de la República Árabe Unida. Al trasfondo de todo ello, la Unión Soviética y el llamado campo socialista, que brillaban como prestigiosa referencia de la posibilidad de transformar el mundo. Y en 1959, Cuba y la comprobación de cuán mezquino había sido el logro del 23 de enero.
Porque en lugar de un sistema de gobierno soberano, capaz de rescatar los recursos básicos y ponerlos al servicio de la transformación independiente del país; de implantar una reforma agraria encaminada a redimir al en principio mayoritario campesinado de rasgos semifeudales e incorporarlo a la dignidad del conocimiento y el trabajo productivo en condiciones solidarias; de mantener incólumes los cauces para la participación de las multitudes, con sus organizaciones obreras, estudiantiles y otras, que habían construido en la calle y en heroicas acciones la nueva situación; de no alinearse en la contienda internacional, pero sí prestar solidaridad a los pueblos en lucha, se estableció uno que fue todo lo contrario, antiobrero, anticampesino (aunque ocultándolo bajo efectismo y demagogia), puesto al servicio del bloque de poder histórico reciclado, gestor de capitalismo dependiente, peón pugnaz de Washington en la guerra fría, represivo hasta llegar a extremos que superaron las atrocidades de las dictaduras abiertas, corrupto hasta los tuétanos y, tras la progresiva extinción de lo que en principio manejó como visión estratégica, sumidor del país en una gris ausencia de esperanza y futuro. Mucha pelea hubo contra eso, y mucha sangre, sin poderse lograr la conexión con el pueblo. Hasta que el 27 de febrero se abrieron las compuertas.
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