miércoles, 18 de febrero de 2009

Eternamente Alí

Eternamente Alí
Texto: Ildefonso Finol

Este lunes 16 de febrero se cumplen 24 años de la muerte de Alí Primera. Muerte extraña y fértil que sólo ha hecho multiplicar su presencia entre nosotros.
Aquel carnaval nos echó un balde de agua fría en el alma y marcó en nuestros rostros el antifaz de la tristeza con cinceles de fuego. Por largos vientos, no hubo rockola que nos librara del ideológico despecho.
La partida de Alí, su “Siembra”, como preferimos decir los ñángaras, se produjo en un inconsolable momento de nuestra historia reciente; un masivo apagón de las luces y el envilecimiento brutal de la moral, daban pauta al ser nacional.
Eran los días de la malvada “concertación”, concelebrada por una sacerdotisa del peculado que regentaba Miraflores. Días en que fuimos neocolonia, firmando en inglés y en New York, papeles de magia mala que endeudaban a la Patria.
Los partidos de izquierda zozobraban entre la golpiza que el régimen nos propinó en los sesenta y setenta, y la moda guabinosa de acordarse por unos carguitos. Las promociones de profesionales universitarios se llamaban “Dra. Blanca Ibáñez”. La nuestra estuvieron a punto de bautizarla con el nombre del marido de la señora. Es que “ellos nos regalan la fiesta y los anillos, queréis más?”. Así nos decían. Menos mal que pudimos hacer mayoría a punta de afectos y egresar dignamente como economistas en la Promoción 25 “Luís Beltrán Prieto Figueroa”.
Aquel 16 de febrero salimos de la “Ermita”, una paupérrima residencia por los fondos de Humanidades, junto a Eduardo Ballán, Rafael Colmenárez, Ángel González y la profesora de ingeniería y dilecta amiga Betty Martínez. Nos fuimos calladitos en su malibú azul bajo el ardiente sol que hace llorar los cujíes. Llorábamos sin demostrarlo. Cantábamos hacia adentro.
El incipiente barrio “La Velita” en Punto Fijo, era un vendaval de arenas y sequedades. La pequeña casa de Carmen Adela parecía un juguete artesanal entre la muchedumbre. Allí uno no paraba de llorar abrazado a veces con desconocidos, con mi querido primo y camarada de sueños Pedro Luís, con la gente del Madera, con todos los corazones alzados en luto que allí se hallaban. Llorábamos cantando. Jurábamos serle dignos en la refriega pendiente.
Por allá conseguimos acampando con familia y enseres entre la noche paradójicamente fría, a Wilfredo Luzardo, y pernoctamos maltrechos la enésima vigilia en un hotel de gallos que el profesor Hugo Calles mantenía en el patio de su casa. Su abultada gentileza no logró amainar la tortura de los desafinados kikirikíes. Nuestros ojos siguieron cansados la línea roja del horizonte. Quedó el poema en el aire andando el encuentro con la melodía del amanecer.
“Vestido de tunas y arenal. Con un poniente en su mirar, un hombre rompió cabos, salió a navegar, con su hasta siempre y sin jamás. Alguien amará ese camino por andar. Poeta padre, cóndor cantor. Fusil del alma. Bala del sol. Guitarra camarada. Flor. Comandante del amor”.
Eternamente Alí.

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