El capitalismo tuvo la habilidad de, al privatizar los bienes materiales, socializar los bienes simbólicos.
Dentro de la champa de una favela una familia miserable, desprovista de sus derechos básicos como alimentación, salud y educación, puede soñar con el universo onírico de las telenovelas y creer que, mediante la lotería, la suerte, la iglesia que le promete prosperidad, o incluso a través de la ilegalidad, llegará a tener acceso a los bienes superfluos.
El socialismo cometió el error de, al socializar los bienes materiales, privatizar los simbólicos, por eso confundió la crítica constructiva con contrarrevolución, cercenó la autonomía de la sociedad civil al enganchar al partido los sindicatos y los movimientos sociales, cohibió la creatividad artística por el realismo socialista; permitió que la esfera de poder se transformase en una casta de privilegiados distantes de los anhelos populares, y cedió a la paradoja de obtener grandes avances en la carrera espacial sin ser capaz de suprimir debidamente el mercado minorista de géneros de primera necesidad.
Hoy queda Cuba como ejemplo de país socialista. Todos conocemos los desafíos que la Revolución enfrenta en vísperas de su medio siglo de existencia. Sabemos de los efectos nefastos del bloqueo impuesto por el gobierno de los EE.UU. y de cómo la caída del muro de Berlín deterioró la economía de la isla.
A pesar de todas las dificultades, en estos 49 años la Revolución logró asegurar a 11.2 millones de habitantes los tres derechos básicos: alimentación, salud y educación. Elevó la autoestima de la ciudadanía cubana, que tan bien se expresa en sus victorias en los campos del arte y del deporte, así como en la solidaridad internacional, a través de miles de profesionales de las áreas de la salud y la educación presentes en más de un centenar de países del mundo, generalmente en regiones inhóspitas marcadas por la pobreza y la miseria.
¡El socialismo cubano no tiene el derecho de fracasar! Si sucediera, no será Cuba solamente la que, como símbolo, desaparecerá del mapa, como sucedió con la Unión Soviética. Sería la confirmación de la funesta previsión de Fukuyama, de que “se terminó la historia”; la esperanza -una virtud teologal para nosotros, los cristianos- se acabó; murió la utopía; y venció el capitalismo, venció para unos pocos -20% de la población mundial que usufructúa sus avances- sobre una montaña de cadáveres y de víctimas.
Los amigos de la Revolución cubana no esperamos de Cuba grandes avances tecnológicos y científicos, servicios turísticos de primera clase, medallas de oro en justas deportivas. Esperamos más: la acción solidaria de que hablaba Martí; la felicidad de un pueblo construida en base a valores éticos y espirituales; el principio evangélico de compartir los bienes; la creación del hombre y la mujer nuevos, como soñaba el Che, centrados en la posesión, no de los bienes finitos sino de los bienes infinitos, como generosidad, despego, compañerismo, capacidad de hacer coincidir la felicidad personal con los avatares comunitarios.
En resumen, esperamos que en Cuba el socialismo sea siempre sinónimo de amor, que significa entrega, compromiso, confianza, altruismo, dedicación, fidelidad, alegría, felicidad. Pues el nombre político del amor no es otro que socialismo.
El socialismo cometió el error de, al socializar los bienes materiales, privatizar los simbólicos, por eso confundió la crítica constructiva con contrarrevolución, cercenó la autonomía de la sociedad civil al enganchar al partido los sindicatos y los movimientos sociales, cohibió la creatividad artística por el realismo socialista; permitió que la esfera de poder se transformase en una casta de privilegiados distantes de los anhelos populares, y cedió a la paradoja de obtener grandes avances en la carrera espacial sin ser capaz de suprimir debidamente el mercado minorista de géneros de primera necesidad.
Hoy queda Cuba como ejemplo de país socialista. Todos conocemos los desafíos que la Revolución enfrenta en vísperas de su medio siglo de existencia. Sabemos de los efectos nefastos del bloqueo impuesto por el gobierno de los EE.UU. y de cómo la caída del muro de Berlín deterioró la economía de la isla.
A pesar de todas las dificultades, en estos 49 años la Revolución logró asegurar a 11.2 millones de habitantes los tres derechos básicos: alimentación, salud y educación. Elevó la autoestima de la ciudadanía cubana, que tan bien se expresa en sus victorias en los campos del arte y del deporte, así como en la solidaridad internacional, a través de miles de profesionales de las áreas de la salud y la educación presentes en más de un centenar de países del mundo, generalmente en regiones inhóspitas marcadas por la pobreza y la miseria.
¡El socialismo cubano no tiene el derecho de fracasar! Si sucediera, no será Cuba solamente la que, como símbolo, desaparecerá del mapa, como sucedió con la Unión Soviética. Sería la confirmación de la funesta previsión de Fukuyama, de que “se terminó la historia”; la esperanza -una virtud teologal para nosotros, los cristianos- se acabó; murió la utopía; y venció el capitalismo, venció para unos pocos -20% de la población mundial que usufructúa sus avances- sobre una montaña de cadáveres y de víctimas.
Los amigos de la Revolución cubana no esperamos de Cuba grandes avances tecnológicos y científicos, servicios turísticos de primera clase, medallas de oro en justas deportivas. Esperamos más: la acción solidaria de que hablaba Martí; la felicidad de un pueblo construida en base a valores éticos y espirituales; el principio evangélico de compartir los bienes; la creación del hombre y la mujer nuevos, como soñaba el Che, centrados en la posesión, no de los bienes finitos sino de los bienes infinitos, como generosidad, despego, compañerismo, capacidad de hacer coincidir la felicidad personal con los avatares comunitarios.
En resumen, esperamos que en Cuba el socialismo sea siempre sinónimo de amor, que significa entrega, compromiso, confianza, altruismo, dedicación, fidelidad, alegría, felicidad. Pues el nombre político del amor no es otro que socialismo.
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