Paraguay otra vez
Freddy J. Melo
De un ensayo que escribí sobre el Paraguay, con datos extraídos del historiador cubano Guerra Vilaboy (GV) y los notables escritores Eduardo Galeano (EG, uruguayo) y Augusto Roa Bastos (paraguayo), reproduciré algunos pasajes.
Desde la independencia, iniciada el 17/5/1811, hasta 1870, cuando fue destruido, Paraguay fue una excepción entre nosotros. Aquí los latifundistas criollos no pudieron ascender al poder, como sucedió en el resto del continente, donde quedó inconclusa la revolución y el coloniaje fue sustituido por el imperialismo.
La atipicidad paraguaya tiene su base en la acción de las misiones jesuitas, que entre 1606 y 1768 atrajeron a los guaraníes, haciéndolos reencontrarse con su organización comunitaria primitiva y resucitar sus propias técnicas: ausencia de latifundio, trabajo para la satisfacción de las necesidades, desconocimiento del dinero. Además, crearon talleres y escuelas para múltiples oficios y artes.
La corona, bajo la presión de los encomenderos, al fin expulsó a los jesuitas, y los indígenas fueron perseguidos y esclavizados. La oligarquía latifundista, no obstante, se formó débil y no pudo evitar el desarrollo de una capa de medianos y pequeños propietarios o chacreros.
El trayecto que va de 1811 a 1865, cuando comienza la guerra de la “Triple Alianza” (triple infamia, dice Hugo Chávez), forma un país convertido en una potencia de primer orden, acaso la mejor organizada y poderosa de la América antes española, cuyos barcos surcaban los mares de Europa y el mundo.
Esto fue la obra del pueblo –los trabajadores y artesanos y la pequeña y mediana burguesía campesina– bajo la conducción de tres personalidades extraordinarias, que gobernaron durante largos períodos, el primero con el título oficial de Dictador, al estilo romano, y los otros como presidentes: el abogado Gaspar Rodríguez de Francia (1814-40) y los López, padre e hijo: Carlos Antonio (1842-62) y Francisco Solano (1862-70). Ellos fundaron y forjaron gobiernos nacional-revolucionarios únicos en América para la fecha y mantuvieron al Paraguay sin oligarquías ni sujeción colonial o imperial durante todo ese lapso.
Galeano afirma que cuando Francia murió, “Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones (…) ni niño que no sepa leer y escribir”. Todo esto pudo hacerlo gracias a la amplia base social, que le permitió desarrollarse con sus propios recursos, sin empréstitos ni penetración foráneos. Lo cual le ganó la inquina del imperialismo inglés, el reino brasileño-portugués dependiente de éste y la oligarquía bonaerense. Se aprovechaban de que tuvo el coraje de asumirse dictador para meter en cintura a los poderosos, mientras ellos se decían democráticos y ejercían la dictadura sobre los explotados.
Prosiguieron esa política de aliento social y soberano Carlos A. López, quien dejó un país que según GV “era un vasto taller, donde florecían las artes y las industrias, se movilizaban todas las riquezas potenciales a beneficio exclusivo del pueblo, y la cultura se expandía”, y su hijo, Francisco S., durante cuyo gobierno se produciría, entre mayo de 1865 y marzo de 1870, la guerra destructiva de la “Triple Alianza”, la cual se había lanzado bajo la expectativa de victoria en tres meses.
Al comienzo de las acciones, nos dice EG, Paraguay poseía telégrafos, ferrocarril, fábricas de múltiples manufacturas así como de cañones y otros equipos militares, astilleros y flota mercante, superávit comercial, moneda fuerte y estable, reservas financieras para enormes inversiones públicas sin recurrir a empréstitos extranjeros. Y competía, además, con los mercaderes británicos como segundos mundiales en producción algodonera y textil.
Tal éxito de desarrollo endógeno, alcanzado fundamentalmente por el esfuerzo y con el entusiasmo del pueblo y al margen de imperialismos y subimperialismos, era demasiado para éstos. La agresión largamente tramada se desencadenó, hundiendo al hermano país en una tragedia de la que su pueblo no ha podido reponerse y que constituye la mayor vileza histórica de las oligarquías que la perpetraron y del imperio inglés en suelo americano.
Las oligarquías brasileña, argentina y uruguaya (ironía de la historia: hoy toca a esos países reivindicarse ante aquel pueblo) forjaron la “Triple Alianza”, la cual lanzó una guerra de exterminio a partir de mayo de 1865. Se fijaron tres meses de campaña y tardaron cinco años, durante los cuales guaraníes y mestizos, hombres, mujeres, ancianos y niños, pelearon con temple de espartanos o de caribes, sin límites al valor, y al final, junto con la existencia del Mariscal Solano López, quien ascendió a la cima del liderazgo heroico, sucumbió también el 1° de marzo de 1870 la del Paraguay soberano y socialmente progresista.
La población, cifrada en alrededor de 1.300.000 habitantes, quedó reducida a poco más de 200.000, con un estimado de 10% de varones adultos. Todo fue arrasado o saqueado. Cerca de 154.000 Km2 se anexaron los socios mayores, quienes se retiraron (1876) dejando una sucesión de gobiernos títeres, el latifundio, el libre cambio, el capital inglés y una bravía patria convertida en semicolonia. Pero, igualmente, los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura (EG).
El deshecho Paraguay todavía debió sufrir nuevas sangrías, como la guerra del Chaco (1932-35), herencia envenenada española por imprecisión de límites, librada con Bolivia en desastre de pobres, con unas 90.000 muertes compartidas y sed petrolera imperialista por detrás, y la guerra civil de 1947, otros 30.000 caídos. Luego la dictadura fascista de Stroessner (1954-89), durante la cual se consumó el desalojo del imperialismo inglés por el yanqui. Y después la democracia farsante, de sólo elecciones, que no obstante, debido al agotamiento del modelo económico, político y social, acaba de abrir paso al triunfo de Fernando Lugo, nutrido en cristianismo del bueno y práctica de servicio social en barriadas populares.
El exobispo encuentra una sociedad basada en el poder de los hacendados, la iglesia, los militares y el imperio que maneja los hilos, donde 2,5% de la población controla 70% de los predios, 351 propietarios concentran 9.700.000 hectáreas y 300.000 campesinos carecen de tierra, y donde una base castrense marca la apetencia gringa en el acuífero Guaraní, el tercero de agua dulce del mundo y un reservorio de biodiversidad. Encuentra también el drama de las grandes represas binacionales: Itaipú, de la cual, a fuer del negocio sucio politiquero, percibe Paraguay anualmente 300 millones de dólares cuando según el Presidente electo le corresponderían dos mil, y Yacyretá, con terribles impactos ecológicos y humanos. El programa de Lugo contempla reforma agraria, reactivación económica, recuperación institucional, justicia independiente, plan de emergencia nacional y rescate de la soberanía. Dios y el gran pueblo paraguayo lo ayuden.
Bien, veamos lo que ha ocurrido: la entente diabólica imperialismo-oligarquía ha sumido a ese pueblo otra vez en la desgracia. Fernando Lugo no tenía suficiente fuerza propia organizada, ni para cumplir lo esencial de su programa, ni para defender su gobierno. El imperio, que quiere “normalizar” de nuevo los golpes de estado, tras fracasar en las embestidas contra sus principales objetivos, se lanza contra los eslabones más débiles de la cadena. Caen así, Honduras, donde aplicaron enseñanzas de los intentos frustrados en Venezuela, Bolivia y Ecuador, y Paraguay ahora, donde “mejoraron” la trama hondureña.
Pero nuestros pueblos también aprenden y a sus enemigos se les cierran los caminos. ¡No pasarán! ¡No volverán!
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