Allende en el corazón
Entre el 26 de junio de 1908 y el 11 de septiembre de 1973, un lapso de sesenta y cinco años, dos meses y dieciséis días, transcurrió la parábola existencial de Salvador Allende Gossens, un hombre que convirtió la muerte en vida al sembrar la suya individual en la colectiva de su pueblo, en cuyas manos flamea como bandera y cuya garganta proyecta su voz hacia los horizontes. Porque su sueño asesinado aquel once es del barro del fénix, y su cuerpo destruido, de la materia fecundante que Neruda llamó “la antártica hermosura de Chile”.
La unión de cuerpo y sueño comenzó a forjarse en 1921, cuando, estudiante liceísta de clase media acomodada en su natal Valparaíso, un viejo zapatero anarquista le abrió el mundo de la inquietud y el combate social.
Desde allí todo fue, in crescendo, verbo iluminado, pasión entre oprimidos y explotados, estudio, edición de letra combatiente, lucha y cárcel, organización gremial y política: Cofundador en 1933 del Partido Socialista; impulsor en 1936 del Frente Popular y factor en 1938 de la campaña presidencial triunfante de su abanderado Pedro Aguirre Cerda; Ministro de Salubridad en 1939, Senador varias veces a partir de 1945, tenaz candidato presidencial, electo el 4 de septiembre de 1970 y confirmado por el Congreso, tras enorme tensión, el 24 de octubre.
Fue una victoria “para construir la nueva sociedad, la nueva convivencia social, la nueva moral y la nueva patria”, sobre la base de que “la revolución no implica destruir, sino construir; no implica arrasar, sino edificar”, y en la seguridad de que “cada pueblo tiene su propia realidad y frente a esa realidad hay que actuar. No hay recetas. El caso nuestro (…) abre perspectivas, abre caminos. Hemos llegado por los cauces electorales. Aparentemente se nos puede decir que somos reformistas, pero hemos tomado medidas que implican que queremos hacer la revolución, vale decir, transformar la sociedad, vale decir, construir el socialismo”.
Nacionalización del cobre, otras industrias y la banca, reforma agraria, impulso a la organización de los trabajadores, atención preferente a la educación y la salud, avances democráticos en profundidad y dignidad ante el mundo, fueron los logros alcanzados en tres años cortos por la Unidad Popular allendista frente a un enemigo que declaró guerra a muerte y desató huelgas, atentados, asesinatos, asonadas, desabastecimiento, bloqueo económico… y el 11 de septiembre.
Esa fecha infausta vio la fuerza armada chilena convertida en ejército de ocupación de su propio país. El asalto fascista arrojó un saldo de 15.000 muertos, 35.000 detenidos, 7.000 encarcelados, miles de expatriados, 30.000 estudiantes expulsados de las escuelas y 100.000 trabajadores de sus empleos. Nixon, Kissinger, la CIA, las transnacionales, la oligarquía apátrida, los “psicodisociados” y los perros de presa reclutados del lumpen, se refocilaron ante la misión cumplida. La ensangrentada estrella de Chile fue asegurada con mil grapas en el pabellón del imperialismo. Hoy, memoria de Allende y juventud al frente, lucha por el rescate.
Pablo Neruda murió del dolor de su patria al poco tiempo, acompañando al gran Presidente, a Víctor Jara y a todos los demás asesinados. Y Salvador Allende, “aquel hombre humano, decente, honrado, firme, leal, valiente, de honor y dignidad, presencia de ánimo, serenidad, dinamismo, capacidad de mando y heroísmo demostrado en la hora decisiva” (Fidel), perdió el latido del corazón, pero entró a latir en el corazón de los pueblos como referencia universal de sus luchas, en el camino hacia “las grandes alamedas”.
La conjunción de ese día y ese mes se tornó doblemente luctuosa a partir del año 2001. Para los pueblos, los revolucionarios y los humanos de buena voluntad del mundo duele desde 1973, como herida que no sangra pero que no cesa, la caída de Chile, sus multitudes que fraguaban la esperanza mayor labrada allí desde los días de San Martín y O’Higgins, su presidente Allende inmortal y la dignidad de su cultura, en la aberración sin nombre del fascismo, del cual no termina de salir, pues aún permanece como sombra de su condicionada democracia. Para la humanidad toda, incluida aquella parte a la cual la tragedia chilena importa poco o más bien causa regocijo, y exceptuando sólo a los oscuros u oscurecidos autores, duele así mismo lo ocurrido en Nueva York, bajo sospecha porque vino al pelo como pretexto encubridor de una política de agresión, genocidio y rapiña que iguala en el plano de la maldad a Hitler y los nazis.
Prosigo refiriéndome al dolor proveniente del Sur tras el primer intento de acometer una revolución democrática y pacífica, antecedente inmediato de la nuestra.
Se ha tildado de ingenuo a Salvador Allende debido a ese designio de “asaltar el cielo” para realizar “una revolución sin fusiles”.
Desde luego, es cierto que en Chile, como en casi cualquier otro lugar, todo estaba organizado por y para las clases dominantes bajo coyunda imperialista. Pero es cierto también que la historia chilena se singularizaba en el Continente por la regularidad de su vida civil, con poca intervención de los hombres de armas y con muchas iniciativas que la hicieron primera en organización de la clase obrera, la cual se desarrollaría unida bajo la conducción de Luis Emilio Recabarren y, tras algunas divisiones, recuperaría la unidad en la Central Única de Trabajadores, cuya plataforma contemplaba como objetivo el socialismo; primera en legislación democrática, electoral y social, así como en la calidad de su educación laica y obligatoria (todo eso perdido bajo el pinochetismo); primera en la acción civilizadora del ferrocarril; primera en la proclamación de ¡una República Socialista!, tras sublevación encabezada por el coronel Marmaduke Grove y el dirigente gremialista Eugenio Matte, 4 de junio de 1932, experiencia que duró apenas doce días y trató de aplicar un programa de 50 puntos bajo la consigna de “pan, techo y abrigo”, y que había sido, tras su propia caída, la última intervención militar en la vida política del país (el joven de Valparaíso la apoyó); única en América con un Gobierno de Frente Popular, como hemos visto; la de mayor tradición de vida cultural de primer orden, fundada por Andrés Bello y erguida en las cumbres de sus dos premios Nobel de Literatura, Gabriela Mistral y Pablo Neruda.
La maduración de la Unidad Popular, asentada en esas tradiciones, pedía la revolución, y Salvador Allende, forjado como revolucionario, procuró echarla a andar y “sobrepasar el Estado burgués”. El imperialismo y la oligarquía dieron al traste con ella, pero la acción fue válida y su ejemplo renacerá un día de éstos en Chile –o ha comenzado ya– y es componente espiritual de la Revolución Bolivariana.
La cual, pacífica y democrática también, tiene los fusiles de su lado, porque su fuerza castrense –gracias al liderazgo catalizador de Hugo Chávez, bien representado hoy por Nicolás Maduro–, ha recuperado su original conciencia patriótica y libertadora y reconocido su condición de pueblo en armas. La unidad civil-militar, niña de los ojos de nuestro proceso, es la garantía de que no habrá entre nosotros un once de septiembre chileno, pues el que intentaron adelantar en abril recibió su merecido con un trece contundente. Y así será de nuevo, si...